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Libres de la amargura

El caso de Amargalina, es una joven “brava”. Pobre Amargalina siempre está en conflictos con los demás; en contiendas con sus amigos, padres, profesores y compañeros. Tiene mucho potencial para servir en su comunidad, pero siempre termina peleando con la gente con quien trabaja.

Ella dice, “yo perdono, pero no olvido. Cuando las personas me tratan mal yo tengo el derecho de estar amargada contra ellas. Soy así y no puedo cambiar mi carácter”.

¿Cómo convencer a Amargalina que el no perdonar está destruyendo su vida?

En la parábola del hijo prodigo, frente a la decisión del padre de recibir a su hijo menor, el hijo mayor se molesta y se queda afuera de la casa; piensa que se está cometiendo una injusticia contra él.

Esto le puede pasar a muchos cuando se molestan, se incomodan porque le va bien a otra persona. Asimismo, ocurre que al ver a las personas que se habían equivocado, pero que en su momento se arrepintieron y ahora están bien, manifiestan: “No se merece que le esté yendo bien, no se merece la bendición de Dios, pero yo sí”, estos son los pensamientos que la vuelven una persona amargada.

Cuando se compara la vida con la de otra persona, muchas veces se piensa que Dios Padre ha sido injusto premiando al que no ha sido “Buen Hijo”.

La característica de una vida llena de amargura es que la persona se siente encerrada en sí misma, en una cárcel de la que no puede salir, pero donde tampoco nadie puede entrar. La amargura poco a poco va encerrando a la persona en sus esquemas mentales, en sus razones y argumentos.

La amargura se queda en la vida de la persona y la inmoviliza. la persona amargada comienza a sentirse dueña de sus propias razones para no ir hacia adelante. Para no enfrentar la vida, se paraliza, se estanca, se llena de argumentos para no avanzar.

Entonces, debemos reconocer para aliviar nuestro corazón que la amargura nos daña, y debemos hacer todo lo que está de nuestra parte para quitarla de nuestra vida. Pedir perdón a Dios por guardar el enojo en nuestro corazón y renunciar a la amargura con nuestros labios, creyendo con el corazón que Dios es bueno y soberano. El amor es la vacuna contra la amargura. No existe el primer amargado al que le haya ido bien en la vida.

 “Sobre todo, ámense los unos a los otros profundamente, porque el amor cubre multitud de pecados”.

1 Pedro 4:8.

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Escrito por Juan Carlos Gaviria y Yolanda Salazar