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Los Estados Unidos han tenido algunos de los mejores generales en la historia militar mundial.

 ASTROLABIO # 121 / VIE 01 OCTUBRE 2021

Patton, MacArthur, Marshall, Bradley, Eisenhower, Westmoreland, Powell, Schwarzkopf, Petraeus.

Por supuesto, hay otros, como Mark Milley, el actual jefe del Estado Mayor.

Pocos días antes de la debacle en Afganistán, él dio a entender que los talibanes no podrían asaltar el poder y que la penosa retirada de Vietnam jamás se repetiría.

Luego, al fragor de la huida de Kabul, en medio del peor desatre diplomático-militar para la gran potencia, participó en la decisión de lanzar un ataque “inteligente” sobre una célula terrorista que, según sus fuentes, pretendía atacar el aeropuerto.

En efecto, el ataque se lanzó, pero recayó por error sobre los niños y miembros de una familia que transitaba por las calles de la ciudad reconquistada sin el menor esfuerzo por la satrapía talibán.

Como si fuera poco, el flamante general y sus sofisticadas redes de inteligencia no lograron frustrar el atentado terrorista al aeropuerto, de tal modo que varios marines, ellos sí verdaderos héroes norteamericanos, resultaron masacrados.

Horas más tarde, orquestó una represalia en las montañas afganas contra el grupo criminal al que culpó del atentado, pero tal retaliación no pasó de ser una irrisoria escaramuza.

En otras palabras, no es de extrañar que, con semejante palmarés, el mismo personaje haya querido incursionar también en política internacional, violando así el sagrado principio de la subordinación militar al poder civil en el que toda democracia que se respete ha de basarse.

Hace un año, al concordar con la apreciación partidista e ideologizada de la presidenta de la Cámara, para quien el Jefe del Estado, Donald Trump, “estaba loco”, Milley decidió tomar las riendas de las relaciones exteriores y emprender por su cuenta tratativas con el régimen comunista chino.

Semejante osadía consistió en suspender ejercicios militares en el mar meridional del que Pekín pretende apoderarse, y entablar diálogos clandestinos con su homólogo chino para hacerle promesas pacifistas, comprometiendo en grado sumo las capacidades disuasivas y el interés nacional de su país.

Por supuesto, quienes ponen la ideología y los apetitos partidistas por encima del interés nacional, enaltecen la conducta de Mark Milley.

“Salvó a la humanidad de un cataclismo nuclear”, dicen unos.  “Reconcilió a Washington y Pekín”, sostienen otros.  Y los más románticos aseveran que gracias a su perspicacia, “China ya no es una amenaza para Washington”.

Obviamente, los avivadores del prevaricato soslayan -deliberadamente- que, bajo la misma lógica, ese militar, o cualquier otro, simpatizante del partido demócrata, o del republicano, podría asumir las funciones presidenciales impulsado por un designio supranatural de salvar a su país, al mundo, o a quien se le ocurra en sus delirios.

Podría alegar, por ejemplo, que el actual presidente es víctima de la enfermedad de Alzheimer, de Creutzfeldt-Jakob, o de Gerstmann-Sträussler-Scheinker, y asumir compromisos con Yahya Sinwar o Hasan Nasrallah, comandantes de Hamas y Hezbolá, para asegurar la “paz perpetua” en Medio Oriente.

Podría alegar y hacer cualquier cosa.  Pero nunca dejaría de ser un felón, un levantisco, un traidor.

vicentetorrijos.com